Metamorphosen tiene la capacidad de hipnotizar. Su potencia y belleza visual, basada en imágenes en un contrastado blanco y negro, recorren los gélidos paisajes de la Siberia más recóndita. Un paisaje que al dejarnos llevar, nos evoca la tranquilidad y quietud propias de un espacio apenas habitado. En contraposición con esta atmósfera en gama de grises, que en apariencia nos parece aséptica, se esconde la fatal historia de una de las peores contaminaciones radiactivas ocurridas en el mundo. Una catástrofe mantenida oculta por la Unión Soviética, de la que solo hablan los habitantes que viven en los alrededores.
Todos tenemos en la cabeza las imágenes de Chernobyl y Fukushima tras el escape radiactivo, hoy convertidas en auténticas ciudades fantasma. Sin embargo, lo que Metamorphosen nos muestra dista mucho de esa instantánea de desolación de ciudades donde todo ha quedado suspendido en el tiempo. A pesar de que los niveles que afecta a esta zona de los Urales es mucho más concentrada, lo que percibimos es que a pesar de todo, la vida sigue siendo posible en ese hábitat.
¿Cómo se puede filmar algo que visualmente es imperceptible? Sebastian Mez se apoya en dos recursos: en textos que lanzan los datos más reveladores sobre el desastre radiactivo y en los testimonios de algunas de las familias que residen en las zonas afectadas, referidos a cómo es su vida desde el primer accidente y a las secuelas que padecen en su salud. Pero estas, parecen ser también invisibles.
Aunque el ejercicio estilístico y poético que practica Sebastian Mez es patente, existe una razón de peso tras esa apuesta que no juega a su favor y nos lleva en otra dirección. Las imágenes que consigue atrapar son las mismas que pivotan en sentido opuesto al relato y al fin último, que debería ser la traducción en imágenes de una catástrofe de semejante proporción. Solo la escena en que Sebastian se acerca con un dosímetro a la orilla del río donde se vertieron los agentes contaminantes y los niveles de radiación se eleva de forma alarmante, representa casi la única constatación de que ese paraje está realmente alterado. Metamorphosen nos deja destemplados. El frío siberiano se suma a la duda sobre la intención del realizador, quien parece más obstinado por los encuadres y planos sostenidos que por evitar la ambigüedad del mensaje.



The Act of Killing, ganadora de los premios del jurado y del público, es uno de los films más comprometidos y directos que se han podido ver en esta edición, dentro del festival Documenta Madrid. El compromiso, más allá del adquirido por Oppenheimer, en diálogo con su propia obra, encuentra su sentido más puro en lo que se refiere a la exposición sin tapujos de la composición que los personajes ofrecen sobre sí mismos. El retrato, que se desborda en ríos de sinceridad, consigue cierto efecto inicial en sentido inverso cuando nos asalta la duda, al aplicar un mínimo de sentido común ante lo que estamos viendo. Es difícil dar crédito al testimonio colectivo que supone esta declaración abierta y sin cortapisa alguna sobre la perpetración de asesinatos sistemáticos a individuos con una supuesta ideología comunista por grupos paramilitares en la Indonesia de 1965. Asesinos que en su propia complacencia se reconocen como héroes nacionales y casi cincuenta años después de aquellos crímenes masivos, se mantienen en el poder y se reafirman en su posición de salvaguardias.
Existe un elemento común de base entre The Act of Killing y Tierra de Nadie: el hecho de que en ambos films alguien declare ante una cámara, mirando fijamente al objetivo y sin que le tiemble el pulso, haber matado sistemáticamente a sangre fría a cientos de personas y que, además, sienta orgullo por ello.
David Sievking inicia este proyecto llamado Forget me not cuando toma la determinación de aparcar a un lado su vida para volcarse al cuidado de su madre, enferma de Alzheimer. Es difícil que un documental pueda llegar a ser más personal que este diario audiovisual de la evolución y los estragos que una enfermedad como el Alzheimer causa en el seno familiar. Un recorrido hacia la desmemoria que Sievking focaliza en los intentos diarios por mantener activa a su madre y buscar estímulos que frenen de alguna manera su deterioro cognitivo. Además, también busca un acercamiento, como nunca antes había hecho, a los episodios que desconoce de la vida de su madre y a la historia de amor de sus padres. Una mirada nostálgica hacia el pasado apoyada en el recuerdo que su padre le aporta. Ante la certeza de haber perdido en vida a su madre, a la que tiene que recordar una y otra vez que él es su hijo y no su marido, encuentra una vía de escape gracias a esa investigación sobre una vida pretérita, que le permite soportar, un poco mejor, la dolorosa realidad. Una forma de sentirse muy próximo a su madre, pisando un terreno al que ella ya no puede acceder: el pasado que ha marcado de forma definitiva su forma de ser. Sus motivaciones y compromisos de vida que le impulsaron a mantener la unión familiar y la relación de pareja que Sievking desconocía. En definitiva, regresar al pasado para aferrarse a la auténtica identidad de su madre y recuperar de algún modo el recuerdo que ella ya ha perdido. ¿En qué nos convertimos cuando la memoria desaparece? ¿Qué somos sin las experiencias que hemos vivido y sin poder reconocer a los seres que amamos?