
Raúl Mendizábal (ese es el nombre con el que se presenta ante los demás, aunque presumimos que es falso), cuenta con la amistad del roñoso y miope Gato Funes (Ulises Dumont) y de una prostituta (Monica Galán) en Últimos días de la víctima (1982). Su contacto con el mundo exterior se limita a las solitarias jornadas de observación de sus futuras víctimas, de las cuales registra cada uno de sus movimientos a través de sus cámaras y lentes fotográficas. También se vale del armado de un cubo mágico para contrarrestar el tedio en los interminables intersticios donde las novedades están ausentes.
Mendizábal dispone de la ejecución de un disco de vinilo para llamar la atención de la que será su primera víctima en la película, dotando al momento del crimen de una eficaz carga de suspense de la que podría haber prescindido con la consecuencia de no imprimir su sello en la tarea. Ghost Dog necesita conducir escuchando sus CDs de hip-hop en los momentos previos a sus crímenes, los cuales tienden a ser anticipados por el director Jim Jarmusch, mediante la inserción de secuencias de dibujos animados que observan con infantil atención cada una de sus víctimas, la mayoría de ellas criminales y gángsters del bajo mundo. Ghost Dog también gusta hacer gala de sus diestros movimientos a la hora de enfundar sus armas, como si de espadas de samurái se trataran.
El asesino es sabio y en algún momento siente la necesidad de transferir algo de esa sabiduría a los demás, aunque más no sea en habilidades ajenas al oficio. Mendizábal sacará provecho de su habilidad en el armado de barriletes para obtener información útil sobre una de sus víctimas. Ghost Dog sentirá la necesidad de compartir un saber ancestral a través del intercambio de libros y el pedido de una opinión sobre los mismos una vez leídos por su receptor, aun si éste se trata de una preadolescente de los barrios bajos de Nueva York. A través de Ghost Dog el lenguaje amplia sus posibilidades yendo mucho más allá de las palabras, como si el asesino tuviera la capacidad de trascender esa limitación a través de otros medios. Ghost Dog puede entenderse con el heladero mas allá de las barreras del idioma, como le ocurre a ambos con el constructor español de la nave al que espían desde la terraza de un edificio. Jeff Costello puede intuir la reciente presencia de la policía en su habitación a través del inquieto canto de su pájaro.
La caída de estos tres profesionales de la muerte estará signada por su propia condición de asesinos y su conflictivo desplazamiento dentro del sistema. Jeff Costello es detenido por la policía francesa luego de cometer su crimen, y si bien su coartada funciona en una primera instancia, sus empleadores no podrán confiar en su detención y necesitarán desprenderse de cualquier nexo que pueda poner en tela de juicio su invisibilidad y anonimato. Sus jefes ignoran los códigos personales del asesino, cuyo silencio no se basa en la protección de identidades ajenas sino en un aspecto propio de su personalidad, implícito en su propio orgullo profesional. Es su desconocimiento total de esta cualidad lo que los llevará a tomar la decisión de acabar con su brazo armado. Los jefes, a diferencia de los asesinos, son víctimas de su racionalidad extrema, propia de los que dan órdenes sin ejecutarlas. Acechado por sus empleadores y por la policía, Costello terminará abatido por las balas en el club de jazz donde había cometido el asesinato que signó su suerte. Algo parecido es lo que ocurre con Ghost Dog, quien pagará caro por la desconfianza que los capo mafia ítaloamericanos -personajes ridículos desde la mirada de Jarmusch- sienten hacia sus extravagantes códigos y conductas. Ghost Dog comete una ejecución delante de una persona que no tendría que haber estado presente en la escena del crimen, un error que no es atribuible a él, sino a la impericia de quienes le hicieron el encargo, los mismos que en base a este equívoco toman la decisión de liquidarlo. Terminará sus días ejecutado, sin portar armas, en plena calle, por su propio amo, a quien le brindó sus servicios en vida con total profesionalismo y lealtad. Y Mendizábal se verá envuelto en una conspiración que solo tiene como objetivo el de impedir que alguien como él se vuelva en contra de sus propios jefes. "Yo no estoy con nadie. Trabajo para mí", le dice en un momento a Peña (Enrique Liporace), la cara visible de sus empleadores. El sistema no avala la figura del individualista que se rige por sus propios códigos, aun cuando éste pueda ser funcional a sus intereses. Mendizábal, aun desde su ilegalidad, es un engranaje más que puede deteriorar el funcionamiento de la máquina si no se lo tiene bajo control absoluto. Su final es el más frustrante de los tres, debido a que responde a la lógica propia de las leyes del trabajo, sin el más mínimo aura de romanticismo o fatalismo.
Es curioso como en Últimos días de la víctima, película filmada y estrenada en los años de la última dictadura militar argentina, la muerte de su protagonista guarda más relación con la era neoliberal de los años noventa que con los siniestros tiempos del terror institucionalizado desde el Estado, contexto en el que también se sitúa la narración y del que, si bien no se desentiende del todo, mantiene a resguardo con sabia discreción, confiada en que las imágenes hablarán por sí mismas para denotar el clima de época. Mendizábal es ultimado por uno de los suyos y por órdenes de quienes lo habían contratado anteriormente, como si de una jubilación anticipada se tratara. Los planos finales de la gran película de Adolfo Aristarain se encargan de ratificar el carácter cíclico de aquella faena que involucra a asesinos contratados y órdenes de ejecución escritas dentro de sobres guardados en casilleros públicos, sosteniendo esa estructura cuasi corporativa del trabajo sucio.
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