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Romero : los zombis del siglo XXI
Era como si la humanidad estuviera a punto de desaparecer. El siglo que vino después del caótico XX tenía cierta pinta mala que más bien suponía un fin del mundo que iba más allá de los ya bien conocidos (y ridículos) gritos de temor por lo que sería una humanidad que tenía que volverse nula después de la media noche entre el 1999 y el 2000. Absurdo, por supuesto, ya que bien sabemos que el nuevo milenio tuvo lugar solo entre 2000 y 2001, además de bien reconocer que la cuestión de los números es una farsa completamente humana (los número y la numerología, por supuesto, no los números y las matemáticas). Todos seguíamos vivos, respirando, hablando y moviéndonos dentro de unos años que poco nuevos resultaban ser y más bien se parecían a los que acabábamos de dejarnos atrás. Quizás la cuestión de las eras y de las épocas sean faenas demasiado humanas, que nada que ver tienen con la realidad de un universo mecanicista y regido por leyes físicas, sin ninguna presencia de decisiones tomadas por mentes superiores (o tan solo una mente, singular).

Los zombis del nuevo milenio (repitamos, solo es una convención humana, una farsa de los ídolos del ego de hombres y mujeres) son, para Romero, una nueva modalidad de lectura de un mundo que parece estar a punto de derrumbarse, de caer hacia unas simas en las que, en realidad, ya se encuentra. Aquel hacia abajo, entonces, es un movimiento falso, ya que nunca nos hemos movido y alejado de la apocalipsis (consumista, clasista, lo que sea) que nos sigue tragando desde (¿quién puede saberlo?) que empezamos a construir las sociedades en las que vivimos. Y es que, efectivamente, Romero logra, en sus tres películas, mostrarnos hasta qué punto el ser humano sabe mancharse de sí mismo, demostración de que el mal (de carácter social, cultural, biológico) es parte de nosotros, quizás el elemento que mejor nos enseña nuestra verdaderas caras. Somos lo que somos no porque lo que nos rodea nos empuja a ser homo homini lupus, sino porque, efectivamente, siempre hemos sido lobos ya desde el momento en el cual nos parió nuestra madre.
La cuestión de la maldad humana se sustenta, en Romero, en la visión negativa de la sociedad y de la consecuencia de intentar sobrevivir no como grupo sino como individuos. Mejor dicho, la posibilidad de vivir “todos” se reduce a una funcionalidad mínima que se basa en el ser singular (el “yo”) o, en raros casos, en la visión de una tribu muy reducida (los ricos, los estudiantes, los militares, las familias) que intenta seguir existiendo dentro de un mundo que ya no deja espacio para nada más. Y es aquí donde las ideas más negativas de Romero sobre el ser humano toman su cuerpo y nos reducen (a los espectadores, a los que nos dejamos que el autor nos cuente su punto de vista) a simples elementos dentro de una estructura falaz, o sea una sociedad que no nos otorga ningún tipo de felicidad futura. En el apocalipsis del director estadounidense no hay manera de pensar en la posibilidad de que todo un día vuelva a ser lo que antes había sido : la “resolución”, el elemento positivo, no está presente, ya que todo se reduce a una lucha por la supervivencia que poco tiene que ver con la realidad de un mundo perdido.

El universo cerrado de la primera película, con su sociedad humana que intenta seguir con las mismas reglas de antes, se une así a la idea de una cuestión casi pornográfica de “grabar” que la segunda parte de esta trilogía nos presenta. Por supuesto, la tercera propone una lectura más negativa, como si, efectivamente, fuese imposible para el ser humano superar las divisiones culturales, sociales o tan solo tribales, subrayando el pecado original biológico que reverbera dentro de cualquier intento de ir más allá de los límites naturales (psicológicos) que tenemos a disposición. Una lectura muy negra de lo que es la sociedad humana, ya que la falta de esperanza se establece dentro la imposibilidad de intentar sobrevivir a su vez dentro de una estructura en la que se pueda darle valor a la vida. O, más sencillamente, estamos condenados a la desaparición porque preferimos matarnos entre nosotros y no ayudarnos para que se puedan superar las dificultades.
La trilogía del siglo XXI es demostración también de lo difícil que le resultó a Romero llevar a la gran pantalla sus ideas, efecto, esto, de ser un autor con una visión quizás poco mainstream. Sus obras no son simples divertimientos, elementos narrativos que se convierten en un producto de consumo fácil, sino que intentan ofrecerles a los espectadores un cuento con el cual se pueda llevar a cabo un proceso de análisis del mundo que nos rodea. Los de Romero no son simples filmes de terror, efectivamente, sino la concreción de la idea según la cual el arte (también más pop) puede ser una herramienta de valor sociocultural. Es una lástima, entonces, que después de Land los siguientes capítulos (Diary y Island) fueran destinados a tener un presupuesto menor, hasta casi desaparecer del circuito de los cines, perdidos en el caos de las ofertas en celuloides y apreciadas por muy pocos espectadores, normalmente los aficionados.

La trilogía final de Romero, la de los zombis del siglo XXI, parece no haber sido aceptadas con los mismos aplausos que tuvo la del XX. Una injusticia, por supuesto, ya que los elementos típicos del autor, así como su capacidad de leer y analizar el mundo contemporáneo, siguen vivos (pun intended) allí dentro. Pase lo que pase, afortunadamente parece posible creer que con el fluir del tiempo pueda aparecer la idea de que algunas obras habría que releerlas, re-verlas, re-analizarlas, para (así se espera) otorgarles el justo espacio que merecen (otro ejemplo pop es el tríptico de las precuelas de Lucas). Será entonces el futuro lo que podrá darle otra oportunidad a Romero, quien vio algunas puertas cerrarse ante su habilidad más grande, o sea la de no crear simples obras de terror, productos hechos para que se vendan billetes (lo cual, por supuesto, no es el mal de por sí), sino obras de un autor quien tenía un mensaje que quería compartir con sus espectadores.

