AutómataAutómata, dirigida por Gabe Ibáñez, ha pasado por todo un proceso que, según el propio Antonio Banderas, productor y protagonista principal del filme, ha costado «sangre, sudor y lágrimas» para sacarlo adelante. Según indicó el propio actor en la presentación de la película, tanto en el Auditorio de Sitges como en San Sebastián, él mismo tuvo que abrirse puertas utilizando los contactos que ha ido conociendo a lo largo de su carrera, ya que de otro modo este proyecto nunca hubiese podido ver la luz. La idea surge, curiosamente, de Elena Anaya, durante el rodaje de La piel que habito. Elena entregó el guion a Antonio Banderas y éste no pudo leerlo en ese momento. Poco tiempo después de leerlo decide producirlo, teniendo claro según manifestó, que era Gabe Ibáñez el que debía rodarla.

La película nos ubica en un posible futuro, en el que la tierra ha sido arrasada por una desertización y se plantea la posibilidad de que las máquinas puedan llegar a superar a los humanos. La historia se centra en la investigación que inicia Jacq Vaucan (Antonio Banderas) al descubrir algo que podría llegar a tener consecuencias negativas y desastrosas para la humanidad.

Autómata usa como claros referentes a dos películas que forman parte del canon del género, si es que existe como tal, de películas futuristas. Blade Runner y 2001, Una odisea en el espacio. Se trata de una película en la que se aprecia un gran esfuerzo en su realización, pero que no termina de aportar nada nuevo respecto a sus predecesoras, ya que prácticamente a lo largo de todo su visionado existe la impresión de que esta historia ya se ha visto. Esas gabardinas que portan los personajes, el aspecto de esa ciudad nocturna en la que existen imágenes proyectadas de colores verdes y azulados que, incluso, la propia pareja protagonista ve desde su salón, y la lluvia son componentes de toda una estética muy reconocible que está presente en las películas citadas.

Tampoco parece que se haya querido plantear una actualización o una reinterpretación de las obras de las que parte, y ahí radica el problema que arrastra la película, ya que existen momentos en los que estos filmes dejan de ser unos simples referentes.

Es destacable la interpretación de Antonio Banderas, pero a pesar del esfuerzo titánico que realiza, el producto final no termina de impregnarse de la personalidad de un autor que debiera haber dejado un sello propio y reconocible.

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cenizasAkiko nacida en Francia, de madre japonesa y padre francés, vuelve al Japón de sus ancestros, donde se reencuentra con su familia con motivo de la muerte de su madre, Kyoko.

La aventura de Kyoko como actriz secundaria de la Nouvelle Vague ha quedado registrada en fotografías, restos de celuloide y unos cuadernos que encuentra su hija cuando debe ir a vaciar el apartamento que su madre tiene en París. La lectura la llevará a reparar los lazos rotos desde su adolescencia y le permitirá, junto al calor familiar y a los ritos ancestrales de Japón, reencontrarse con su madre.

Idrissa Guiro y Mélanie Pavy irrumpen con su cámara en el doloroso proceso que lleva a cabo Akiko para desprenderse de las cosas materiales de su madre y para sanar las heridas de su desarraigo. Filmada en blanco- negro y a color, acompañamos a Akiko, como representante de una generación que se abisma al espanto de otra, la que sufrió la explosión de Hiroshima. En un encuentro con las mujeres de la familia, Akiko rescata a su madre joven, una rebelde que se enamoró de un productor francés y lo siguió a la Ciudad Luz para encontrarse inmortalizada por primerísimos primeros planos en blanco y negro o planos americanos a color. Estamos ante dos generaciones y dos culturas, atravesadas por el Japón devastado de la Segunda Guerra Mundial y la Francia rebelde de mayo de 1968.

Las imágenes nos permiten participar de los momentos de silencio y recogimiento, así como de las entretenidas conversaciones entre las mujeres. El ritual del esparcimiento de las cenizas de Kioko es solo el pretexto para envolvernos en una narración nostálgica y melancólica, teñida por momentos de una dulce alegría. Sin embargo, en esta historia en que Occidente y Oriente se encuentran, se nos deja con la sensación de que quedaron cosas por decirse entre madre e hija, en que hay reproches sobrevolando sus historias, pero también existen unas líneas manuscritas en un viejo cuaderno que vienen a curar alguna herida.

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Costa de MorteCosta da Morte fue exhibida en Buenos Aires en el pasado Bafici y en octubre formó parte del 14º Doc BsAs. Inspirado en las leyendas que escuchaba de niño, la mítica costa se convirtió en una obsesión que llevó a Lois Patiño a consolidar éste, su primer largometraje. Antes ha realizado una serie de cortos experimentales que pueden revisarse en su página web. Quien la visite se encontrará con un documentalista que ha desarrollado una obra muy personal. Y Costa da Morte no es una excepción.

Esa región costera gallega, que se extiende sobre el Atlántico, desde Carballo hasta el cabo de Finisterre, es azotada continuamente por fuertes tormentas que provocan cantidad de naufragios contra los acantilados que se observan en su paisaje. Para los romanos era el fin del mundo, para los gallegos es un centro de míticas leyendas que suelen ser transmitidas oralmente de generación en generación.

El documental está filmado totalmente en grandes planos generales. El paisaje es el verdadero personaje. El hombre aparece en una escala pequeñísima, solo o acompañado, lidiando con la inmensidad y el trabajoso oficio de sobrevivir en una tierra donde las dimensiones del entorno lo exhiben minúsculo.

 

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El ardorEl ardor es la tercera película dirigida por Pablo Fendrik, cuyo estreno mundial se produjo en el Festival de cine de Cannes, donde tuvo una buena acogida. Ha sido rodada en una selva y a orillas del Río Paraná. Combina la acción, el suspense y tintes del género western.

Un chamán vagabundo (Gabriel García Bernal) que vive en la selva argentina llega a una plantación de tabaco, donde residen un padre y su hija (Alicia Braga). Allí llegan unos liquidadores que asesinan al padre y a ella la secuestran. A partir de ahí se desencadenará una persecución, que no cesará hasta que no haya venganza.

El acierto de Pablo Fendrik es no verbalizar los sentimientos de sus personajes. Aquí los silencios de sus personajes hablan más por ellos que lo que pudiesen llegar a decir los propios personajes a través de diálogos.  Para entender el entorno del héroe, basta resaltar esa especie de misticismo a la que remiten las escenas en las que el tigre pasea al lado del protagonista, lo observa detenidamente, como con curiosidad, pero sin que nunca llegue a hacerle nada. Esta idea simboliza el respeto, la veneración e, incluso, la admiración que podría llegar a tener el animal por este hombre.

El ardor parte de un sólido y bien construido guion, se cimenta sobre excelentes interpretaciones y se blinda con una mejor dirección de actores. Gael García Bernal ofrece una interpretación admirable, basada en la contención y en la austeridad. Su personaje es el de un hombre silencioso, introvertido, que ayudará a la familia a evitar que le sea robado y destruido su rancho. Un héroe que camina desnudo de cintura hacia arriba, a través de una selva que se termina conformando como un verdadero laberinto.

Por último, hacia el final, la película nos remite a esos duelos eternos, casi interminables, que se libraban en las películas de Sergio Leone, y es aquí donde podrían localizarse esos tintes de western que, de haberlos, pudiera llegar a tener El ardor.

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El corral y el vientoLa imagen difusa de un hombre bajando por el pasto se repite una y otra vez. Un plano que contiene la persistencia de un recuerdo. Un recuerdo que movilizó al realizador para ir en su búsqueda con todo lo que conlleva el peso de la memoria. Esa imagen podría pertenecer a muchos lugares, pero no. Se trata de un pueblo llamado Santiago de Okola en las afueras de la ciudad de La Paz, Bolivia. Grandes planicies despobladas, algunos animales de corral, un par de casas habitadas por escasos pobladores forman el espacio donde se desarrollará un documental que ahonda en las raíces y en los orígenes de los pueblos en relación al presente.

La voz en off del realizador narra brevemente el pasado de su familia, al cual se acerca con un equipo mínimo para registrar sus huellas.

“En otros tiempos, los primeros hombres salieron de las aguas del lago Titicaca –explica Miguel Hilari-. Mucho después, mi abuelo Pedro Hilari, un aymara, fue encerrado en un corral de burros por querer leer y escribir español. De mi abuelo no existen fotos y yo no lo he conocido. Por su voluntad de leer y escribir en español, de mandar a sus hijos a la escuela, existe mi familia de la manera en que existe hoy. Santiago de Okola, como era en los tiempos de mi abuelo, ya no existe. Si bien la comunidad es el lugar donde se mantienen las tradiciones, también es un lugar de transformaciones veloces. Quiero filmar a la comunidad en su proceso de alteración, volviéndose otra. A través de esta película me interesa acercarme a la memoria presente de mi abuelo. Me interesa descubrir su influencia en la vida cotidiana de sus hijos. Al buscar a mi abuelo, también me busco yo”.

En esa búsqueda encuentra a un tío muy mayor, el único familiar que se ha quedado allí, los demás partieron a la ciudad en busca de otro horizonte, tal vez más próspero. La cámara se introduce en sus vidas para registrar su cotidianidad, su paz, su relación con la naturaleza, y en esa relación se aprecia la lejanía con el mundo, con los avances tecnológicos, con cierto progreso. Sin embargo, en sus rostros hay felicidad.

Los niños de la casa actúan para la cámara en largos planos fijos (demasiados extensos y sin mucho que decir). Y su tío, que habla lengua aymara, y apenas entiende español, mira azorado el equipo de filmación con un asombro iniciático e ingenuo que resulta de una ternura pocas veces vista. El hombre nunca había visto algo así, no sabía que ese aparato mecánico registraba imágenes y las reproducía para nosotros. Esa es la naturalidad vital que logra captar El corral y el viento.

Hilari interviene en las escenas que filma, hace preguntas motivando la acción, porque la timidez de los pobladores, por momentos, los paraliza. Una escena interesante es la del recitado de los chicos del colegio de la zona. Pasan de a uno con ayuda de su maestra, se paran delante de la cámara y comienzan a recitar poesía exageradamente declamativa. En uno de los recitados, una encantadora niña, junto con la bandera de los pueblos originarios de fondo, con una intensidad política y aguerrida encantadora realiza un largo testimonio sobre la importancia cultural de su pueblo frente a las culturas que quisieron dominarlos.

En esa dicotomía “patria o liberación”, estimulada desde la educación inicial, Hilari reflexiona, con cierta melancolía, sobre la historia de su país, a través de su familia. En esa elección, que llevó al encierro a su abuelo, hay una cuestión de principios; una decisión de aferrarse a las tradiciones o de adaptarse a los condicionamientos de un presente más cercano a sus colonizadores.

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On est vivantsProducida por Les Films d’Ici, festejando sus treinta años dedicados a la producción de documentales, Estamos vivos, de la realizadora chilena Carmen Castillo, fue uno de los tres estrenos mundiales proyectados en el Doc Buenos Aires. Un film que ahonda en la importancia del compromiso político de hombres y mujeres que luchan por sus ideales, dando la vida en ese justo y valeroso intento. Pero, el documental es también un gran homenaje al pensamiento del gran filósofo y militante de la izquierda francesa, Daniel Bensaïd (1946-2010), amigo y compañero de lucha de la realizadora.

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MaidanAnteponer un programa estético al registro de un hecho de magnitudes históricas como el de una revolución en ciernes puede sonar a un acto de autori(tari)smo tan prepotente como inadecuado. Justo sería reconocer también que el cineasta cuenta con el derecho a la manipulación de las formas, y que apegarse al rigor y la fidelidad por los hechos no siempre es garantía de grandeza cinematográfica. En el caso del documental, las cosas se complican todavía más. Las posibles licencias que el cineasta pudiera tomarse sobre la veracidad de los hechos podrían ponerlo en una situación incómoda, sobre todo si las consecuencias de esos eventos todavía repercuten en la actualidad. Esta es una problemática habitual, podríamos decir casi hasta propia del documental. En la vereda contraria, el cineasta que eluda los riesgos mencionados podría entregarse a ciertos procedimientos de manual, repletos de trampas y facilismos que, de no ser sorteados con convicción cinematográfica, no diferenciarían su obra de un especial de National Geographic o History Channel.

El bielorruso Sergei Loznitsa es un gran documentalista, quizás el mejor del cine contemporáneo. En la extraordinaria Blockade (2005) había demostrado la ética de su procedimiento cinematográfico y su contundencia política al montar un poderoso material de archivo sobre el Sitio de Leningrado con un estilo solo en apariencia pasivo, que ofrecía una silente contemplación sobre la vida civil en tiempos de invasión y de guerra, sedimentos intelectuales y emocionales que se desprendían con pureza de las imágenes, las cuales prescindían de voice over, placas informativas o cualquier otro deus ex machina. En Maidan, los ojos de Loznitsa lidiaron con un acontecimiento de enorme relevancia contemporánea, al que capturó a través del registro directo. Esta vez, el realizador interpeló al presente desde su propia cámara. La gesta de un pueblo revolucionario se encuentra en la cohesión ideológica de sus integrantes. Así parece entenderlo Loznitsa al describir minuciosamente el proceso de resistencia de los ucranianos en contra de la manipulación de su gobierno. “El silencio es esclavitud” gritaban algunos manifestantes mientras entonaban, reiteradas veces a lo largo del film, las estrofas del himno ucraniano con el ímpetu y el patriotismo que enarbola su letra.

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Mi nombre es SalEn el marco del 14º Doc Buenos Aires, se presentó este documental de Farida Pacha, que inmediatamente me remitió al venezolano Araya, de Margot Benacerraf. Como ella, el documentalista indio instala la cámara en el desierto para retratar el trabajo que realiza una pequeña comunidad, cuyo producto disfruta una gran población mundial, sin conocer los entresijos de su laboriosa obtención.

La cámara, instalada en una parcela de los 5000 kilómetros cuadrados de Rann de Kutch, porción que le corresponde a la familia de Sanabhai registra la vida de este hombre, que con su padre, su esposa, una hija adolescente y un hijo pequeño se instalan, como lo hacen miles de familias cada año durante ocho meses, en ese desierto donde reposan dramáticamente dos barcas en espera para hacerse a la mar.

Las imágenes nos muestran la llegada de la familia al lugar con sus escasas pertenencias: dos catres, alguna silla y escasas bolsas con utensilios y ropaje. El sol cae inclemente sobre la tierra resquebrajada. Veremos el trabajoso proceso de instalación, primero, y luego el del, literalmente, arduo trabajo que han llegado a realizar. La cámara explora cada esfuerzo, desde la instalación de la energía eléctrica hasta la obtención del agua en un lugar tan desolado. Todo, con una precariedad que se cobra protagonismo en el film. Con las manos horadan la tierra para instalar, a varios metros de profundidad, el motor que oiremos “latir” incansablemente durante todo el tiempo, con los pies apisonan, paso a paso, la tierra de cada uno de los piletones del kilómetro cuadrado que les toca explotar, con el ingenio crean soluciones casi imposibles para nuestra cultura hiper-tecnificada.

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Monte adentroNicolás Macario Alonso nació en Buenos Aires, en 1975, pero creció en Colombia, debido al exilio de sus padres en 1976 tras el golpe militar que aconteció en la Argentina. El cineasta, junto al director del Festival, Marcelo Céspedes, presentaron ante el público un documental que ahonda en la identidad y la memoria.

Monte adentro participó en el 10° Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente –Bafici- donde se realizó la Premiación del Buenos Aires Lab (BAL), a las películas que participaron en el Work in Progress. El film recibió dos galardones, el Premio Lahaye para la corrección de color y el Premio Tauro Digital para la posproducción.

El film narra la historia de los hermanos Alonso y Novier Valencia, “los gitanos”, provenientes de las últimas familias de arrieros colombianos que quedan en la actualidad. Ambos heredaron el oficio de muleros de su padre y abuelo. Novier, más apegado a las tradiciones familiares, continúa en las montañas Caldas trabajando con sus mulas para ganarse la vida de esa manera. En cambio, Alonso se mudó a la ciudad para trabajar de zapatero y cuidar a su madre que padece problemas de salud. La vida no es fácil para ninguno de los dos. El progreso, poco a poco, extingue los oficios, las tradiciones, los orígenes, y queda el recuerdo, la memoria.

Macario Alonso acompaña de cerca la rutina diaria de los Valencia; su cámara parece invisibilizarse al registrar esa cotidianidad, sólo observa y contempla el esfuerzo diario en medio de bellísimos paisajes naturales. A través del montaje paralelo se logra comparar las dificultades que el mercado ofrece para ambas tareas. Sin embargo, el eje vertical que unirá el discurso narrativo será la intervención en off del relato de su madre (salvo en una escena donde se inserta una entrevista). Ella narra la historia de su familia, rescata las tradiciones de los arrieros, los sacrificios de ese estilo de vida y de cómo sus hijos han elegido hacer frente a la realidad.

Uno de los problemas del documental fue la falta de subtítulos en castellano, debido a la dificultad de comprender el dialecto local utilizado por los protagonistas. En el esfuerzo por comprender se apreció la mitad de la información. El subtitulado en inglés reforzaba y complementaba la comprensión sólo de aquel espectador que supiera el idioma. Ante este hecho, el realizador, durante el debate posterior a la película, afirmó: “Fue una decisión propia el no subtitular en español debido a que compartimos la misma lengua. Al hacerlo hubiera generado una barrera que nos aleja como latinoamericanos”.

Monte adentro plantea una clara dicotomía entre campo-ciudad. Esa diferencia refuerza la distancia, cada vez mayor, que se produce entre quienes viven de un lado y del otro, y de cómo esa distancia ahonda las diferencias de clase de los colombianos. El realizador ejemplifica esta problemática en una escena que registra la dificultosa travesía de los muleros al hacer una mudanza desde la ciudad hasta la cima de la montaña. Para hacerlo, ambos hermanos se reúnen como antaño. Aquella enseñanza transmitida vuelve a materializarse. Ese legado que llevan en sus orígenes forma parte de la identidad que los caracterizará siempre.

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nieblaImágenes y sonidos buscan en el documental de Nicole Vögele que el espectador componga una especie de puzle, donde los objetos, animales y personas juegan a las escondidas tras la densa niebla que cubre el paisaje. El tren, tan cinematográfico, irrumpe frente a nosotros sin que casi lo veamos. Las vías están trazadas en un camino borroso que las deja perderse en un horizonte desdibujado.

Estamos ante una propuesta onírica que despliega sus imágenes indefinidas y los ruidos del ambiente. Las figuras aparecen y desaparecen en un entorno nevado, donde el viento suena fuertemente. Nuestras retinas sufren el paso del negro al blanco brillante, que se queda en la pantalla por largos minutos sin ofrecer más que sonidos, cuya fuente deberemos adivinar.

Personajes aparentemente desconectados conviven en un mismo paisaje: el criador de caballos, el hombre que vive en un campamento, el astrónomo, el radioaficionado, la criadora de caniches, el dj del parque de diversiones… Niebla en el paisaje y niebla en el salón de baile. Sonidos del viento y del telescopio. Lo natural y lo mecánico. La definición de cada ser humano y su búsqueda: el hippie que compone canciones para encontrar a la mujer de su vida, el hombre que recorre el dial del radio tras otra señal de vida en el aire, el que observa las estrellas para encontrar otras vidas… Una serie de puntas que le permiten al espectador ir tomando los hilos de una posible trama. Una trama que no existe o, al menos, que no cobra sentido hasta el final, cuando ante la pantalla leemos las frases de Rilke donde diferencia a los humanos de los animales y las plantas, que sí pertenecen al paisaje y por eso no mueren; en cambio, nosotros solo vemos una parte de la realidad, por eso vivimos despidiéndonos.

Un final muy forzado para un rompecabezas sin más sentido que la belleza de los planos, donde la niebla juega con nosotros para que adivinemos qué se esconde detrás de ella.

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I Origins_OjoCuenta el teórico norteamericano Andrew Sarris en su libro Confessions of a cultist: On the cinema, 1955-1969, que llegó un momento en que dejó de bajar la cabeza ante el epíteto de cinéfilo, por la connotación casi religiosa del término, ya que terminó viéndolo justificado por el amor que profesaba a este arte más allá de cualquier razonamiento. De la misma forma, otro teórico cinéfilo, André Bazin, había comparado los festivales de cine con los renacimientos religiosos y  llegó a convencer a Sarris de que una película requería tanta fe como cualquier otra disciplina cultural.

Algo de estas ideas parece sobrevolar la nueva película de Mike Cahill, en la que Ian (Michael Pitt) es un científico, estudiante de doctorado, cuya especialidad es la biología molecular. Estudia la evolución del ojo humano, y lo hace junto a Karen (Brit Marling). Es introvertido y una noche, al salir de fiesta, se encuentra a Sofi (Astrid Bergés-Frisbey), de la que se enamora e inicia una intensa relación.

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altibajosDurante dieciséis años, Helena Třeštíková registró imágenes de la vida cotidiana de Vojta Lavicka, un músico romaní, que además es periodista y activista social. Su momento de gloria lo vivió mientras formó parte de la banda Gipsy.cz, aunque su interés tiene más que ver con la situación de los gitanos en la República Checa, donde son discriminados. Su vida ha transcurrido con altibajos, a través de dos matrimonios y la lucha contra el vicio del juego.

La banda sonora se apoya en la narración del propio Lavicka, que sostiene que cada vez que se le ofrece una buena oportunidad algo lo echa a perder. Pasarán varios minutos para enterarnos que no sólo la sociedad lo margina, sino que su debilidad lo hace caer una y otra vez en un vicio que no logra superar.

La música es el hilo conductor del relato, la música es la que le permite ganar el dinero para alimentar a la familia, es la que tensa los lazos con sus colegas, es la que la le da la fama y es la que lo une a su primogénito.

La música y su posición ética y política frente a la sociedad, donde reclama un lugar justo para el pueblo romaní, así como la necesidad de los romaníes de hacerse respetar sin caer en la mala fama que se han ganado, son las constantes en la vida de Vojta, al que hemos visto crecer durante los sesenta minutos que dura el documental.

Altibajos en la vida de un hombre al que no terminamos de asir, aunque nos quedan las más hermosas imágenes que comparte con su hijo, cuando la cámara nos pone enfrente a un padre y a un hijo, a un maestro y a un alumno, a dos colegas; en fin, a dos artistas que aman la música y se aferran a ella como única tabla de salvación.

 

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Yo soy José Mujica… el poder está en el corazónUno de los recursos atractivos del documental biográfico es la relevancia de la personalidad que desea abordar. Su elección puede jugarle a favor o en contra, pero en este caso, el carisma y la singularidad del presidente de Uruguay, José “Pepe” Mujica, lo transforma en un recorrido apasionado por la vida de un líder emblemático.

Realizado en el curso de los últimos ochos años e inspirado en el texto de Hanna Arendt “¿La política todavía tiene sentido?”, la directora se pregunta hasta dónde la militancia política logra cambios sustanciales en el devenir democrático de un país.

El documental comienza con una voz en off que alude a la manera especial de hablar de Mujica. Una afirmación certera, pero que no aporta nada al discurso que vendrá. A partir de allí, el film se estructura sobre la base de una larga entrevista con el ex líder tupamaro, donde se rescatan algunas frases utilizadas como separadores entre las escenas. Fotos de su infancia y de sus padres acompañan el recorrido por su vida. También se destacan conceptos políticos, como “la democracia liberal”, que caracterizan estos tiempos, según Mujica. Al reportaje que vemos construirse, se intercalan imágenes de archivo de sus discursos y un muestrario centellante de imágenes de paisajes o lugares destacados del Uruguay; país al que muestra de forma didáctica en varios mapas, como si implícitamente se promocionara turísticamente el lugar, más allá de la connotación política del film. En esa vorágine narrativa con tintes de campaña electoral hay espacio también para cierto lirismo audiovisual.

El sonido no es del todo claro, y se pierden detalles importantes. Resulta paradójico que dada “esa manera de hablar especial de Mujica” aludida al comienzo y al final, no se haya contemplado el uso de subtítulos. La elección de los planos y la puesta de cámara resaltan la figura del mandatario iconoclasta al que enmarca metafóricamente con el fuerte sonido de latidos. “El poder está en el corazón”, como su título lo indica, y Lucía Wainberg lo muestra de esa manera porque no sólo rescata al político de fuertes convicciones ideológicas, sino al hombre de ojos pequeños y rasgados que toma mate y ama su país.

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